Comentario
En el mundo pictórico sevillano de la segunda mitad del siglo reinó de forma indiscutible Murillo. Para él fueron los más importantes y mejor pagados encargos, relegando casi al olvido a los restantes artistas que trabajaron por entonces en la ciudad hispalense. Sin embargo, Valdés Leal ha conseguido que su nombre permanezca indeleblemente unido al de Murillo gracias fundamentalmente a dos obras, Los Jeroglíficos de las Postrimerías, en las que ya al final del siglo, en los momentos más amables, decorativos y luminosos de la pintura española del XVII, aparece de nuevo el crudo realismo característico de la más profunda sensibilidad hispana del Barroco.Esto fue posible gracias a la ductilidad de lenguaje de Valdés Leal (1622-1690), que le permitió superar su inicial falta de personalidad para crear un estilo que fue mejorando progresivamente a lo largo de su vida, tanto en calidad técnica como en contenido expresivo. Fue sin duda un artista de su tiempo, preocupándose por el movimiento, por la riqueza de color y por la variedad compositiva, utilizando una pincelada fluida con la que intensificaba la expresión de sus personajes y la vibración lumínica de sus obras.Sin embargo, estas cualidades quedaron en ocasiones mermadas por la negligencia y el descuido de su ejecución, en los que cayó por la necesidad de trabajar deprisa para cobrar pronto la no excesiva remuneración que recibía por sus obras. Esta situación, bastante habitual entre los artistas españoles del XVII, fue recogida por Cean, quien dice de él que "se cuidaba de pintar mucho, más que de pintar bien". No obstante fue el más barroco de los pintores hispanos, ejecutando sus lienzos con apasionamiento y tensión, llegando a veces a la deformación o a la fealdad para potenciar los sentimientos que animaban a sus personajes. Pero también se interesó por la belleza, y, cuando tuvo tiempo, pintó bien.Hombre de carácter fuerte y genio dominante y orgulloso nació en Sevilla, sin que se sepa con quién se formó, aunque su estilo inicial denota la influencia de Herrera el Viejo y de Zurbarán, que por entonces dominaban la actividad pictórica en la ciudad del Guadalquivir.Los primeros años de su carrera los pasó en Córdoba, aunque retornó a su ciudad de origen en varias ocasiones, instalándose en ella definitivamente en 1656. Su obra más temprana conocida es el San Andrés de la iglesia cordobesa de San Francisco (1647), que posee las cualidades de su estilo inicial, vinculado al naturalismo tenebrista, realizando poco después su primera serie importante: los seis lienzos para el presbiterio de la iglesia del convento de Santa Clara de Carmona (Sevilla), en los que representa varios episodios de la vida de la santa (h. 1652-1653, Procesión de santa Clara con la Sagrada Forma, La retirada de los sarracenos, Sevilla, Ayuntamiento).Entre 1656 y 1658 concluyó las pinturas del retablo mayor de la iglesia del Carmen Calzado de Córdoba, en las que ya se advierte su tendencia a dinamizar figuras y composiciones (Elías en el carro de fuego, Elías y los profetas de Baal, Elías y el ángel). A este conjunto pertenecen las impresionantes cabezas cortadas de San Juan Bautista y de San Pablo, cuya iconografía arranca del XVI. En ellas el artista no insiste en los aspectos truculentos del martirio, sino que prefiere plasmar la grandeza espiritual y la energía moral que dimana de sus respectivos rostros. A partir de 1657 realizó otro encargo importante, destinado al monasterio jerónimo de Buenavista, para el que pintó varias escenas de la vida de san Jerónimo (Las tentaciones de san Jerónimo, La flagelación de san Jerónimo, Sevilla, Museo de Bellas Artes), y retratos de miembros ilustres de la orden (Fray Alonso de Ocaña, Grenoble, Museo).También participó en la decoración de la iglesia del Hospital de la Caridad, para la que, recogiendo el pensamiento religioso de don Miguel de Mañara, hizo los dos Jeroglíficos de las Postrimeríás que acompañan a las obras de caridad de Murillo y Pedro Roldán: In ictu oculi (en un abrir y cerrar de ojos), y Finis gloriae mundi (el final de la gloria del mundo).In ictu oculi avisa de la llegada inesperada de la muerte, que obliga al hombre a abandonar sus glorias, pertenencias y placeres terrenales, para lo que el pintor utiliza la imagen tétrica de un esqueleto, que apaga la llama de la vida, elevándose sobre diversos objetos que simbolizan los poderes humanos.En Finis gloriae mundi Valdés plasma la visión de una cripta con cadáveres corrompidos y corroídos por los insectos, situando en primer plano los de un obispo y un caballero calatravo, que esperan el juicio final representado en la parte superior del lienzo por una balanza sostenida por la mano llagada de Cristo, en la que se pesan las virtudes y los pecados.Estas dos impactantes escenas, interpretadas con un intenso realismo, fraguaron durante el romanticismo su fama de pintor truculento y morboso, errónea consideración porque lo único que él hizo fue pintar magistralmente un recordatorio sobre la necesidad de prepararse para la muerte y el juicio final, pero lo hizo como sólo podía llevarlo a cabo un pintor del siglo XVII español.